Murcia, 30 de octubre. El Teatro Romea, uno de los recintos culturales más emblemáticos de España, alberga una inquietante leyenda que lo asocia a la maldición de los dominicos, quienes eran los dueños de la tierra donde se construyó este icónico edificio, expropiada en tiempos de la Primera República.
Según la historia popular, un tercer incendio acabaría con este símbolo de la cultura murciana, justo cuando el teatro estuviera a tope, con todas las entradas vendidas. Desde finales del siglo XIX, se ha dejado siempre una butaca vacía como medida de precaución para evitar que la profecía de los monjes se cumpla.
El verdadero impulso para construir un teatro en Murcia comenzó en 1842, cuando los ciudadanos, ávidos de arte dramático y música, demandaron un espacio adecuado. En ese entonces, la ciudad solo contaba con pequeñas 'corralas' que apenas satisfacían el interés de una población deseosa de cultura.
El contexto era el de la I República, cuando el gobierno tomó la decisión de expropiar a los dominicos el terreno, que se utilizaba en parte como cementerio y en parte como jardín, una zona que, además, era bastante húmeda.
Este proceso de expropiación llevó a Carlos Mancha y Diego Molina a presentar un proyecto al Ayuntamiento en 1857 para la construcción de un verdadero teatro, siendo este el momento en que las autoridades locales también consideraron necesaria la creación de un espacio escénico adecuado.
Con financiamiento proveniente del Ayuntamiento, la Caja General de la Monarquía y el apoyo de los huertanos, el Teatro de los Infantes abrió sus puertas el 26 de octubre de 1862, un evento que fue honrado con la presencia de la reina Isabel II. La compañía teatral a cargo era la de Julián Romea, uno de los actores más destacados de la época, originario de la Plaza de Santa Isabel en Murcia.
En sus inicios, el teatro contaba con 15 impresionantes decoraciones. Ya en tiempos de la II República, el establecimiento cambió su nombre a Teatro de la Soberanía Popular, pero con la restauración de la monarquía en 1872, se le otorgó el nombre definitivo de Julián Romea, debido a la prominencia del actor en la escena nacional y europea.
Sin embargo, como muchos otros teatros de su tiempo, el Romea no estuvo exento de tragedias, enfrentándose a dos devastadores incendios, siendo uno de ellos fatal.
El primer siniestro tuvo lugar en 1877, se cree que originado por un candil que, al ser el teatro de madera, provocó su total destrucción interna. Por fortuna, el teatro había estado vacío esa noche tras la representación de 'Cómo empieza y cómo acaba', de Echegaray.
El teatro fue reconstruido rápidamente y reabrió en 1879 con el nombre de Julián Romea. Sin embargo, dos décadas más tarde, en 1899, ocurrió un segundo incendio mientras se estaban representando dos zarzuelas, 'El anillo de hierro' y 'Jugar con fuego'.
El público tuvo que evacuar durante el segundo acto de la primera zarzuela cuando un foco eléctrico encendió el decorado. Aunque muchos lograron salir, desgraciadamente, un joven que regresó al teatro en busca de su cartera perdió la vida al intentar refugiarse bajo el escenario, ahogándose en el humo.
Estos trágicos episodios contribuyeron a la leyenda de la maldición de los dominicos, quienes supuestamente juraron venganza por la expropiación de su tierra, prometiendo un tercer incendio fatídico cuando el teatro estuviera lleno. Desde entonces, es tradición dejar siempre una butaca vacía.
El techo del teatro, una obra de Antonio La Torre e Inocencio Medina Vera, se ha preservado hasta hoy. Además de su función teatral, el Teatro Romea ha sido un punto de encuentro para debates políticos durante la II República y, en tiempos de guerra, ha servido como lugar de almacenamiento y, temporalmente, como hospital durante la I República.
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